Déco

Déco

jueves, 20 de marzo de 2014

Un buen vino no tiene porqué ser viejo






La luz del día era especial, brillante, clara, transparente, casi  se podía imaginar el tacto del horizonte, suave, líquido, cálido como los labios de un joven amante. Invita a tirarse a la calle y disfrutar de la cotidianidad. Las caricias de los rayos de sol buscando una rendija para colarse a través de ese botón desabrochado usurpando la intimidad del invierno aún reticente a retirarse.

 Ha pasado un océano de tiempo desde la última vez que me surgió la duda de si tomar un viejo vino de barrica de roble, repleto de fuertes historias acumuladas en el tiempo, inundando el paladar de ásperos y amargos perfumes, o un vino joven agresivo lleno de burbujeantes aromas, frescos como la primavera. 

Recuerdo que en aquella ocasión me decanté por el joven, saciante de agradar, calmante para la sed,  una caricia para los sentidos, embriagador a cada sorbo. El único inconveniente es que bebes, bebes y sin darte cuenta te hallas  completamente invadida por la suavidad que derrama al penetrar en el cuerpo mientras va purificando el alma de lúgubres momentos.

Una vez que el paladar se hace a sus caricias jamás olvida. Nada puede superar tal orgía de sensaciones, cualquier día y cualquier momento se transforma en especial para degustarlo, siempre a punto y siempre dispuesto a dibujarte una sonrisa permanente, a convertirte en el anfitrión ideal, a situarte como guinda de la tarta. 

En fín, todo lo que  diga es verdaderamente corto, en comparación con la sensación que aún conserva la mente al día siguiente de la apasionante experiencia.





PD

Ha llegado la primavera y mi mundo está repleto de amapolas.